Antoni Daimiel: La noche puede ser maravillosa

Antoni Daimiel (Ciudad Real, 1970) siempre quiso ser periodista, aunque nunca ha sabido por qué. Le queda la certeza borrosa de la vocación, sin añadidos, y se le agradece que no haya inventado ningún relato para darle forma, en estos tiempos en que tanta gente se inventa un guion del pasado que se acople bien al presente, para que la marca personal venga de cuna. Lo que sí recuerda Daimiel es una escena cotidiana que aún le hace reír: se pasaba el tiempo comentándoles a sus padres las noticias de la televisión. Y no tanto las noticias como el desempeño de los periodistas al contarlas. El comportamiento impertinente de un niño que ensayaba las formas de un adulto cínico.

Ese juego ocultaba el entrenamiento precoz de un espíritu crítico en el que basar lo que, andado el tiempo, había de ser el criterio profesional. Pero a finales de los ochenta las facultades de Periodismo escaseaban y la familia de Daimiel, que se había trasladado a Valladolid cuando Antoni aún tenía cuatro años, no acababa de verle futuro a la profesión. Empujado por las circunstancias, la falta de convicción o una voluntad irresoluta, se resignó a comenzar Derecho y hasta optó a unas oposiciones para hacerse funcionario público. Por fortuna, la incierta mecanografía y un profesor de Romano lo apartaron de las leyes y lo convencieron de emigrar a Madrid, a la Complutense y su facultad de Ciencias de la Información.
Su forma de ser no le ha permitido jamás incurrir en una confusión muy habitual en la profesión: que los periodistas se crean personalmente investidos de la importancia del periodismo, en lugar de trabajar para sostenerla Share on X
La coincidencia con el nacimiento de Canal Plus en el arranque de los prodigiosos noventa, en una época en que las televisiones privadas abrían el abanico audiovisual, jugó a favor de su ingreso en la cadena y en la profesión. Cayó en el lugar preciso en el momento exacto. Es fácil imaginar de qué modo marca los valores profesionales un programa como El Día Después. Una televisión que quería contar el deporte de otra manera. Daimiel nunca ha abandonado esa línea. Y su forma de ser no le ha permitido jamás incurrir en una confusión muy habitual en la profesión: que los periodistas se crean personalmente investidos de la importancia del periodismo, en lugar de trabajar para sostenerla. El primer paso para olvidar las prioridades e ingresar en la perversión del egotismo profesional.

Su encuentro con el veterano Andrés Montes en las madrugadas de la NBA forjó una pareja inolvidable, encarnada en aquella frase con la que Montes abría y cerraba las madrugadas: “¡La vida puede ser maravillosa!”. Tal vez porque la noche tiende a reunir a almas gemelas. Sobre todo, porque proyectaron en su forma de contar el deporte su propia personalidad, libre y exigente; la pasión, el conocimiento despojado de vanagloria y el humor que nacía de una mirada distintiva, informada y diferenciadora. Puede que, considerado desde un punto de vista convencional, su éxito quedara en parte mitigado por la condición furtiva de la noche. Pero fue esa misma condición la que logró algo innegable: que ambos hayan quedado instalados en el imaginario colectivo de una o varias generaciones de aficionados al baloncesto.

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